Cuentos adaptados


En los últimos años se ha discutido mucho sobre la necesidad de los remakes. Películas como Los hombres que no amaban a las mujeres (2011) de David Fincher o Let Me In (2010) de Matt Reeves son algunos de los casos más palmarios: ni siquiera habían pasado cinco años desde el estreno de la original.

Hay ejemplos de remakes exitosos y laureados, ahí está la reciente True Grit (2010) de los Coen, y ejemplos de remakes que pasan sin pena ni gloria por las salas, casi como si nacieran muertos. No se ilustrará con ningún título este segundo caso pues se considera innecesario: la mayor parte de películas basadas en una obra previa pertenecen a esta categoría.



Otra posible clasificación de remakes consistiría en los remakes puros (por denominarlos de alguna manera) y los remakes americanizados, aquellos que simplemente traducen una historia extranjera a los hábitos y costumbres locales, como en la previamente mencionada Let Me In, donde se llevaba la acción de la original de las gélidas calles de Estocolmo a las desérticas llanuras de Nuevo México.

Una familia de Tokio (2013) se encuentra se encuentra en el primero caso. Esta película japonesa remake de Cuentos de Tokio (1953), el clásico japonés de Yasujiru Ozu, no pretende adaptar aquella obra maestra a otro contexto cultural y geográfico como ya hiciera, por ejemplo, Los siete magníficos (1960) con Los siete samuráis (1954). Aquí el objetivo es actualizar un viejo clásico a los tiempos modernos, como, ahora sí, hacía 13 asesinos con Los siete samuráis.



También, y sobre todo, funciona como homenaje a la película de Ozu sesenta años después de su estreno. Es extraño encontrarse con un remake de una película de estas dimensiones, teniendo en cuenta que se basa es una de las películas capitales del cine japonés y con suma relevancia en el cine mundial. Solo sería comparable a un remake tras varias décadas de Ciudadano Kane, Las reglas del juego, El séptimo sello

Una empresa así exige infinito mimo y respeto al original, ya que prácticamente se corre el riesgo de profanar una reliquia y soliviantar a los fieles.



Por otro parte, también es necesario asumir con humildad la carga, ya que desde el comienzo se antoja imposible no ya superar sino estar a la altura de la original. No es lo mismo hacerse cargo del remake de la oficiosa pero con escasa repercusión en el extranjero primera parte de Millennium (2009) como la ya mentada película de Fincher, Los hombres que no amaban a las mujeres (2011), que de una de las obras magnas del cine de tu país.

Yoji Yamada, el director de la película y encargado de dar vida al remake conoce las limitaciones de una tarea que afronta con prudencian y admiración por la obra de Ozu. Apenas mueve fichas con respecto a la original e introduce escasas novedades. Un par de retoques que más que pinceladas de su propio sello que son fruto de la necesidad de adaptar la historia a los tiempos que corren. Donde antes estaban los estragos de la Segunda Guerra Mundial ahora se asoma el fantasma de la Crisis Económica.



Formalmente más de lo mismo: la mayoría de los planos son calcos de su predecesora y se ha mantenido ese ritmo sosegado del inconfundible cineasta japonés. No hay ninguna voluntad de innovar ni transgredir el estilo de Ozu.

Una familia de Tokio funciona como esas adaptaciones de viejos clásicos de la literatura cuyo objetivo es facilitar la lectura y en el camino de esta traslación se pierde parte del estilo y el esplendor del original. Más que un adaptación parece tratarse de una simplificación.



Aún así, es tal la calidad de la materia prima que la película de Yamada consigue resultar un producto sólido y apreciable, lejos del original, pero muy por encima que el grueso de estrenos que llenan las salas cada semana. Y, sobre todo, es muy loable su pretensión de acercar la obra maestra de Ozu a las nuevas generaciones.

Es curioso ver como con unos mínimos cambios con respecto a la original y tras sesenta años la película no se siente fuera de lugar. Esa es la gran revelación de Una familia de Tokio: demostrar que, tiempo después, las magistrales lecciones de Ozu siguen perfectamente vigentes. Debe ser eso lo que significa ser un clásico.

redactor



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