Todos mis secretos


“En alguna parte de Afganistán, o en cualquier otro lugar…”

En la mitología persa se decía que la piedra de la paciencia poseía propiedades mágicas, aguantando y guardando las confesiones más íntimas, todos los problemas y sufrimientos que su poseedor desee revelarle, hasta que un día explotaba, y su dueño era liberado de sus padecimientos. Esta leyenda podría servir como metáfora de la necesidad que todos tenemos de encontrar a una persona que nos escuche, que nos permita descargarnos de todo lo que nos frustra y nos angustia. Y aunque esa persona, como una piedra, no nos conteste ni nos de consejos, a veces sólo necesitamos hablar para sentirnos vivos. El escritor y director Atiq Rahimi adapta en La piedra de la paciencia, película que se presentó con éxito en el pasado Festival de Gijón, donde ganó el premio a la mejor actriz, su propia novela homónima sobre una mujer insatisfecha emocional y físicamente, que cuida de un marido gravemente enfermo al que no ama, pero al que se siente en la obligación de mantener vivo, y que, por primera vez, será el “receptor” de todas sus inquietudes.



La película se convierte así prácticamente todo el tiempo en un intenso soliloquio presentado casi a la manera de una obra teatral, incluso en la forma en la que Rahimi dispone los planos, con cuidados encuadres que le dan un carácter pictórico. Rahimi se recrea en todos los matices del hermosísimo rostro de Golshifteh Farahani (no es de extrañar que fuera una de aquellas mujeres espectadoras de extraña belleza que aparecían en Shirin, de Abbas Kiarostami), que ofrece una monumental interpretación llena de rabia, lágrimas y frustración, cargando sobre sus hombros con el no poco peso de la historia. La piedra de la paciencia es todo un ejercicio de preciosista puesta en escena al servicio de una narración que adolece sin embargo de ser repetitiva en su forma, como evidencia el uso reiterado e irritante del fundido en negro, o los innecesarios flashbacks, como si el director, después de haberse arriesgado al contarnos la película desde un único punto de vista y poco más que en una sola estancia, se viera falto de asieras y necesitara traducir a (más) imágenes la narración de la protagonista.



Aunque la historia se pueda entender como una denuncia a la terrible situación de la mujer en Afganistán (y de hecho lo es), considero que realmente lo que intenta transmitir Rahimi en su novela, al igual que en la película, es una realidad mucho más universal: se trata de un reflejo de la soledad y el sometimiento, y de intentar liberarnos de las ataduras que nos rodean, especialmente las emocionales. Todo ello enmarcado en un contexto poco menos que apocalíptico, una ciudad en guerra prácticamente arrasada. En esta desesperante situación, la protagonista se ve obligada (o se obliga a sí misma), a volver una y otra vez a esa terrorífica habitación ocupada por un muerto en vida. En este sentido, los disparos y las bombas de la calle, los sonidos ambientales y los silencios son más expresivos que la música de Max Richter, que resulta algo anticlimática y fuera de contexto la mayoría de las veces.



En conjunto, La piedra de la paciencia es una película que, aún con sus altibajos, merece la pena ver como excelente vehículo estético encargado de tratar temas sentimentales y morales en absoluto insustanciales sobre las reacciones que pueden surgir cuando nos encontramos en una situación límite, ante la cual, como la piedra mitológica, podemos acabar explotando.






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